INTRODUCCIÓN
No hay actividad humana que pueda ser realizada con real éxito sin un ordenamiento de las acciones que la componen. Por eso, el asistir a un enfermo, la atención médica no puede existir sin un método. El método para asistir enfermos se conoce como “método clínico”.
El método clínico se basa, desde su concepción histórica, en la utilización como primer paso en su lógica de las llamadas “herramientas clínicas”: el interrogatorio y el examen físico, para obtener toda la información que permite, casi al unísono, conformar posibles diagnósticos, algunos de los cuales serán sometidos posteriormente a contrastación a través de medios complementarios. Varios autores cubanos han recreado magistralmente varios aspectos teóricos de dicho método o relacionados con su uso en la práctica; en todos se destaca como conclusión más importante la capital importancia del método clínico en el ejercicio profesional del médico.(1-4)
Lamentablemente, y por diversas razones, hemos sido testigos en los últimos años de un evidente deterioro en el empleo del método de la profesión en la praxis. Un profundo estudioso de nuestro método, el profesor Moreno, ha llegado a enunciar y a fundamentar la verdadera existencia de lo que ha llamado “crisis del método clínico”, el cual está dado, entre otros aspectos, por el deterioro de la relación médico-paciente, el menosprecio del valor del interrogatorio y del examen físico, y la sobrevaloración de la función de la tecnología. (5,6) En resumen, la devaluación de la clínica en el proceso del diagnóstico es un hecho hoy en día. La incuestionable conclusión a la que llega el profesor Moreno, excelentemente fundamentada, es que “la clínica adquiere en nuestros tiempos un valor todavía muchísimo mayor que en el pasado”. (5)
La situación ha llegado a tal punto que las máximas autoridades de la Salud Pública en nuestro país han reconocido el negativo fenómeno y han indicado la realización de múltiples acciones en función de su reversión, lo cual descansa en un amplio debate en la base acerca de la necesidad de recuperar el adecuado uso del método clínico y del valor de la información obtenida mediante el interrogatorio y el examen físico en el diagnóstico del paciente.
Pero la pasión no puede cegarnos. El llamado a rescatar el método clínico en la práctica médica y con ello recuperar el papel del abordaje clínico del enfermo en función del diagnóstico no significa que el valor de la información clínica deba ser apologizado; ni su protagonismo en el diagnóstico ser el resultado de posiciones extremistas. Es sumamente importante que el estudiante de Medicina, como posterior profesional de la salud, y nuestros médicos más jóvenes comprendan que, a la par de la gran importancia de la clínica, en este componente del diagnóstico se dan dilemas que, de una forma balanceada, exigen colocarla en su justo lugar en cuanto a su valor en el proceso diagnóstico.
El presente artículo no va dirigido a los médicos avezados, quienes reconocerán en las ideas aquí desarrolladas sus propias ideas, fruto de la experiencia acumulada y de la construcción individual de sus conocimientos. Incluso, sin duda alguna, pudieran enriquecerlas con su sabiduría. Tampoco tiene como objetivo recrear la importancia de la clínica en el diagnóstico, lo cual, a pesar de ser siempre necesario, ha sido tan profunda y convincentemente abordado por prestigiosos profesores cubanos: Rodríguez Rivera, Ilizástegui, Moreno, Espinosa, entre otros. El propósito de este artículo es sintetizar, para los estudiantes y médicos más noveles, los retos y dilemas que deberán considerar en el imprescindible abordaje clínico del paciente en función de la identificación de sus problemas de salud, y con ello complementar la visión histórica del incuestionable papel de la clínica en el diagnóstico médico.
DESARROLLO
I. La clínica y su importancia para el diagnóstico.
¿A qué denominamos clínica?
Las alteraciones estructurales o funcionales del organismo humano que por su magnitud y repercusión fisiológica llegan a convertirse en estados patológicos se acompañan, en algún momento evolutivo, en mayor o menor medida, de ciertos indicios o “señales” indicativos de dichos procesos. Estas señales, conocidas con el término de manifestaciones clínicas, pueden ser perceptibles por la propia persona afectada o por otras personas con capacidad para detectarlas.
Las manifestaciones clínicas suelen clasificarse en síntomas subjetivos (o simplemente síntomas) y en síntomas objetivos (o signos). Los primeros hacen referencia a aquellas manifestaciones que sólo pueden ser expresadas por la persona “enferma” y, por tanto, sólo pueden ser obtenidos mediante el interrogatorio al paciente o sus acompañantes. Los signos se refieren a las manifestaciones clínicas que pueden ser identificadas o comprobadas por otras personas (médico, personal de enfermería) a partir de los distintos procedimientos del examen físico.
Las manifestaciones clínicas: los síntomas y los signos, constituyen las maneras concretas en que se expresan los procesos patológicos en el organismo humano, o sea, las enfermedades. Todas estas manifestaciones, en unión a cualquier otra información de importancia para el diagnóstico de una enfermedad (como puede ser la edad, el sexo, la raza, la ocupación, el estilo de vida), conforman la llamada historia clínica del paciente.
De una manera más sintética, bajo la denominación de clínica se hace referencia a todos aquellos datos sugestivos de enfermedad y que son obtenidos mediante el interrogatorio y el examen físico que se da en el transcurso de la relación médico-paciente, en contraposición a toda aquella información de utilidad para el diagnóstico de la enfermedad que es obtenida a través de pruebas o exámenes complementarios.
El valor de la clínica en el proceso diagnóstico es, aún hoy, indiscutible. Cuando un individuo enferma refiere síntomas y porta signos del proceso morboso que lo afecta. Son las manifestaciones clínicas la carta de presentación de las enfermedades. Constituye la clínica por tanto, la primera información y, en algunos casos, la información suficiente que le permite al médico orientar su pensamiento hacia una determinada afección. Es por ello que las herramientas con que cuenta el médico para su obtención (el interrogatorio y el examen físico), constituyen los procedimientos iniciales del método de la profesión: el método clínico. Sólo después de haber conformado hipótesis diagnósticas a partir de la información clínica, es que entran a jugar su también importante papel los exámenes complementarios, los cuales, en sentido general, funcionan como una extensión de nuestros sentidos hacia el interior del organismo humano utilizando los avances de la ciencia y la tecnología. Diferentes maneras en que los exámenes complementarios son utilizados en la asistencia médica han sido desarrolladas por el autor en artículos previos. (7)
Aunque en las condiciones de la práctica médica hoy en día no es infrecuente que un paciente solicite asistencia profesional “con un complementario en la mano”, queda claro que, como regla o principio, la información clínica precede a la complementaria en la lógica del proceso diagnóstico.
Al constituir la clínica la piedra angular sobre la cual se desarrolla dicho proceso; clínica que se conforma mediante recursos dependientes fundamentalmente del médico: preguntar, escuchar, observar, palpar, percutir, auscultar, comunicarse, y de los cuales es portador en cualquier escenario donde se desempeñe, es hacia la obtención de los síntomas y signos clínicos en particular y hacia la obtención de la información clínica en sentido general, que debe centrar su atención el estudiante de Medicina inicialmente, mediante la adquisición de habilidades correspondientes al interrogatorio y a los diferentes procedimientos y maniobras del examen físico. Es por esta razón que constituye un deber de todo médico que se dedique a la asistencia e insertada a esta a la docencia, estimular con la mayor maestría y pasión, la adquisición por los estudiantes de tan importantes habilidades profesionales, de forma tal que, en su trabajo inicial con los pacientes, la elaboración u obtención de una correcta historia clínica centre la atención de su aprendizaje.
Si bien la importancia de la clínica no admite cuestionamiento alguno, controvertido resulta aceptar como idea complementaria a la anterior, que la clínica tampoco puede ser magnificada. No tener esta idea clara en nuestra labor docente puede acarrear consecuencias negativas en la formación del estudiante al generar contradicciones psicológicas que no siempre tendrán la mejor solución; y conducir entonces a más cuestionamiento del valor de la clínica, más distanciamiento de esta y, por ende, más crisis del método clínico. No considerar este aspecto significa el incumplimiento en el proceso docente de uno de los principios didácticos: el carácter científico de la enseñanza.
El amor a la clínica no puede estar basado en una visión idealizada de esta, sino en una comprensión lo más objetiva posible de su importancia y utilidad, lo cual implica también el necesario reconocimiento de sus limitaciones para basar en ella nuestros diagnósticos.
II. Retos y dilemas de la clínica en el proceso diagnóstico.
Varios de los dilemas y retos de la utilización de la clínica en función del diagnóstico están relacionados con uno de los adagios más conocidos de la profesión médica: no existen enfermedades sino enfermos. La cuestión relacionada con la singularidad de los pacientes tiene un papel determinante en el valor de la clínica para el diagnóstico en cada enfermo en particular.
No todos los pacientes presentan los mismos síntomas de una enfermedad. Aun siendo aquejados por el mismo proceso morboso, unos pacientes lo expresan con unas manifestaciones y otros con otras; o sea, lo expresan con cortejos clínicos no exactamente iguales, como expresión de la variabilidad individual. Esta situación ha dado lugar a las llamadas “formas clínicas” de las enfermedades, que consisten en la conformación de diferentes agrupaciones de manifestaciones clínicas con individualidad propia que expresan una enfermedad; estas formas clínicas se distinguen entre sí por la predominancia en los pacientes de alguna manifestación clínica (o grupo de manifestaciones) dentro del contexto clínico. Un ejemplo muy representativo de esta situación se presenta en los afectados por cáncer de pulmón: en unos pacientes el proceso patológico se presenta con un derrame pleural; en otros casos será sólo la hemoptisis el síntoma presentado (o el predominante); en otros predominarán las manifestaciones de neumonía; y algunos pacientes comenzarán con manifestaciones generales o a través de las metástasis, por sólo citar algunas de las formas clínicas que puede adoptar el cáncer pulmonar.
Adicionalmente hay que mencionar que las formas clínicas no ocurren con similar frecuencia, por lo que tampoco es similar la contribución de estas a la sospecha clínica de la entidad particular. Algunas son tan infrecuentes o están conformadas por manifestaciones tan poco representativas que exigen una gran sagacidad del médico para relacionar dichas manifestaciones con una afección concreta, dando lugar a la clasificación de las formas clínicas en típicas o atípicas, estas últimas un verdadero reto para el diagnóstico. Clásicamente, por ejemplo, el dolor precordial ha sido reconocido como el síntoma más representativo del infarto agudo del miocardio (dando lugar a la conocida forma clínica dolorosa del infarto), pero algunos pacientes no presentan dolor (sobre todo si son ancianos o diabéticos) y es entonces un edema agudo del pulmón, un episodio sincopal, un estado de shock o simplemente una localización no precordial del dolor, la manera en que se puede presentar el evento coronario agudo. Las probabilidades de que un cuadro sincopal genere en el médico la sospecha de infarto miocárdico son menores que las que generaría un dolor precordial típico.
El diagnóstico clínico sería mucho más sencillo si todas las enfermedades tuvieran síntomas o signos “patognomónicos”, lo cual desafortunadamente no ocurre así; un ejemplo típico lo constituye el tromboembolismo pulmonar. Cuando se plantea como causa de muerte, generalmente no se demuestra en la necropsia; cuando no se plantea clínicamente, entonces el patólogo se convierte en una oportuna fuente para controlar nuestro orgullo. Lamentablemente, la clínica en algunos pacientes está constituida sólo por algunos pocos síntomas de los llamados “comunes”, “indiferentes” o “banales”, cuyo significado es el contrapuesto a los patognomónicos.
En las afecciones agudas ocurren las llamadas “formas frustres”, que no son más que enfermedades, fundamentalmente infecciosas, que cursan en un paciente específico de una manera muy banal, mono u oligosintomáticamente. Son las llamadas “enfermedades abortivas”. (8) Transcurren de una manera tan atenuada que hacen dudar de su existencia o no fueron reconocidas como tal. Pero también ocurre con enfermedades no infecciosas, como la hemorragia subaracnoidea, por ejemplo.
La importancia de las ideas relacionadas con las formas clínicas de presentación radica en que el estudiante no sólo debe incorporar como conocimiento la gran mayoría de las manifestaciones clínicas que caracterizan a las distintas enfermedades, si no también incorporar las distintas variantes en que estas manifestaciones pueden agruparse como formas de presentación de esas enfermedades. No considerar esta idea en el proceso diagnóstico puede conducir a serios errores.
El reconocimiento de la existencia de formas clínicas de los procesos morbosos implica que el médico y el estudiante de Medicina deben comprender que no es necesario que para “sospechar” una enfermedad determinada deba estar presente todo el gran espectro de manifestaciones clínicas de esa entidad; ni siquiera la mayoría de ellas. Basta una disfonía persistente en un individuo fumador, o la única presencia de hemoptisis, para que el cáncer de pulmón se convierta en una hipótesis diagnóstica a someter a contrastación. En los exámenes “prácticos” de tercer y sexto años, incluso en los correspondientes al examen estatal en el internado, observamos como los estudiantes rechazan (descartan) diversas enfermedades por el simple argumento de que le faltan al cuadro clínico del paciente muchos de los síntomas de esas enfermedades.
Otra implicación a considerar radica en que las historias clínicas atípicas no son realmente tan infrecuentes como se supone y desearíamos. El estudiante, entonces, debe primero aprender a reconocer estos “casos tipos”, para después ir reconformando sus propios modelos teóricos acerca de las enfermedades a partir de la incorporación a dichos modelos de las variaciones individuales que cada paciente singular, con el cual tiene contacto en su trabajo y aprendizaje cotidianos, le va aportando.
Entiéndase bien: “incorporar” los casos atípicos a las representaciones mentales no significa conformar dichas representaciones fundamentalmente a partir de los casos atípicos, como suele ocurrir con cierta frecuencia en algunos médicos en quienes predomina con gran fuerza el pensamiento inductivo, en detrimento de la siempre necesaria “perspectiva de frecuencia” a la hora de plantear los posibles diagnósticos. Algunos estudiantes y médicos más jóvenes, cuando han tenido fuertes experiencias diagnósticas (fundamentalmente desfavorables) con casos atípicos precozmente en su carrera, suelen mostrar un pensamiento tendencioso dirigido a ver más fenómenos o situaciones atípicas que las que realmente se dan en la práctica; llegando a equilibrar en orden de frecuencia lo atípico con lo típico.
Pero de la contradicción entre lo típico y lo atípico no estamos exentos los profesores. Hemos visto exámenes escritos en que se pretende que el estudiante arribe a juicios diagnósticos a partir de datos clínicos infrecuentes en determinada enfermedad; o a partir de la “clínica de los libros” cuando esta es paradójicamente diferente en alguna medida a la “clínica real” en cada contexto, contribuyendo con ello a distanciar al estudiante de la realidad.
A veces las enfermedades agudas ocurrieron sin manifestarse clínicamente. Es frecuente observar cómo la mesa de la necropsia “descubre” un infarto del miocardio ocurrido años atrás; o pequeñitos infartos cerebrales responsables de una demencia.
Es necesario recordar también que en el caso de algunas enfermedades crónicas estas pueden cursar de forma casi asintomática durante mucho tiempo, incluso años. Es bien conocido que la hipertensión arterial suele no dar síntoma alguno en muchos pacientes, por lo que no es raro que en un reconocimiento fortuito se detecten cifras altas de presión arterial en pacientes que niegan sentirse enfermos. Similar situación ocurre en muchos pacientes diabéticos, fundamentalmente los diabéticos tipo 2; en estos enfermos la etapa presintomática suele ser prolongada o los síntomas pueden ser muy inespecíficos antes de que se sospeche la enfermedad o se logren cumplir los criterios diagnósticos. Esta es la razón por la cual muchos hipertensos y diabéticos tienen ya, al momento del diagnóstico, lesiones importantes de los órganos diana de estas afecciones: complicaciones renales, alteraciones retinianas, hipertrofia cardiaca, ateroesclerosis avanzada, polineuropatía periférica. Hemos conocido de algún caso en que la visualización del hígado durante una colecistectomía laparoscópica permitió identificar una enfermedad hepática crónica ocasionada por una infección por el virus C de la hepatitis adquirida muchos años antes; hepatitis que estaba cursando sin síntomas en esa paciente.
El curso silente de los procesos implica que el médico debe comprender la necesidad de desarrollar una aptitud bien activa, en el plano diagnóstico, ante individuos con condicionantes para el desarrollo de algunas enfermedades.
Algunos trastornos metabólicos constituyen un ejemplo de la baja sensibilidad de la clínica para su identificación: la elevación del colesterol en sangre, muy relacionado con la ateroesclerosis, constituye un estado patológico totalmente asintomático per se. Sucede también que en ocasiones la enfermedad está latente, subclínica, y es un evento intercurrente quien la pone de manifiesto; un ejemplo típico de ello es la cardioesclerosis en el anciano, la cual transita solapadamente hasta que una infección respiratoria la pone al descubierto; de la misma manera que un estrés quirúrgico puede “sacar a flote” una diabetes mellitus latente.
Independientemente de que las enfermedades pueden manifestarse con diferentes formas clínicas, en las afecciones crónicas suele ser observada otra situación que adquiere singular importancia práctica, fundamentalmente en el campo de las enfermedades oncológicas.
En estas afecciones el contexto clínico del paciente está muy relacionado con el momento evolutivo del proceso patológico. En estadios iniciales los síntomas serán escasos o inespecíficos; en la medida que el proceso progresa la clínica contiene más elementos; en las etapas más avanzadas el cuadro clínico es florido, rico en datos semiológicos. Las probabilidades de generar hipótesis a partir de la clínica también varían con la evolución de esa clínica, y lo hace de una manera directamente proporcional. Esperar a que existan suficientes datos clínicos para someter una hipótesis a contrastación, cuando se trata de enfermedad neoplásica, puede ser extremadamente peligroso; ello puede ser decisivo en el éxito o el fracaso del médico en la solución del problema del enfermo. Someter al paciente a pruebas en las etapas de síntomas inespecíficos también puede ser perjudicial o contraproducente, sobre todo si se trata de pruebas invasivas o muy costosas. He ahí el reto en el diagnóstico precoz de varias enfermedades malignas.
Adicionalmente al papel del momento evolutivo en que se encuentre el proceso morboso, para que algunos cambios que estén ocurriendo en el organismo humano se expresen clínicamente se necesita una gran intensidad de los mismos. La presencia de ascitis o de derrame pleural será identificada “clínicamente” sólo cuando la acumulación de líquido alcanza determinado nivel. Pero la radiografía de tórax (para el caso del derrame pleural) y el ultrasonido (para el caso de ambos) permite la identificación de estas situaciones más precozmente, por lo que la información que ambos brindan no debe ser desdeñada aun en ausencia de evidencias clínicas. En un abdomen aparentemente normal el ultrasonido suele ser más sensible que la clínica en la identificación de la ascitis; en un abdomen dudoso el ultrasonido puede ser más específico. Con relación a la intensidad o magnitud del trastorno, una hiperglucemia ligera no debería ser tan sintomática como una hiperglucemia severa.
También es conocido que, más allá del papel de la personalidad de los pacientes en la expresividad de los procesos patológicos (lo cual se analiza posteriormente), hay enfermos en los que no existe una total correspondencia entre la magnitud y gravedad de la afección por una parte, y el estado clínico que reflejan, por la otra. (8) Ejemplos son los tumores cerebrales del lóbulo frontal, así como carcinomas epidermoides del pulmón, los cuales adquieran en algunos pacientes grandes tamaños sin muchas manifestaciones clínicas.
Y qué decir de las llamadas “enfermedades larvadas”, aquellas que adoptan la clínica de otras enfermedades. (8)
Otro factor que explica la menor sensibilidad de la clínica con respecto a algunos medios complementarios es la velocidad con que ocurren los cambios internos. Existen sobrados ejemplo de pacientes con moderadas o grandes acumulaciones de líquido en el pericardio, la pleura o la cavidad abdominal, que presentan relativamente pocas manifestaciones clínicas cuando esa acumulación ha ocurrido de una forma muy lenta. Es típica la magnífica tolerancia de los pacientes jóvenes a cifras muy bajas de hemoglobina cuando el descenso de esta se ha producido muy lentamente, como ocurre en algunas mujeres con metropatía hemorrágica o en pacientes con parasitismo intestinal.
La extensión de los procesos patológicos también son determinantes en su expresividad clínica, al punto que en ocasiones conllevan a confusiones diagnósticas. En nuestra institución ocurrió un fenómeno interesante con la incorporación de la tomografía axial computadorizada en la asistencia al paciente con enfermedad cerebrovascular: la letalidad por hemorragia cerebral disminuyó de una manera evidente, lo cual no sólo estuvo relacionado con el mejor manejo terapéutico de estos enfermos, determinado por la mayor precisión diagnóstica.
Antes de la tomografía, generalmente eran reconocidos con hemorragia cerebral aquellos pacientes que presentaban el cuadro clínico más representativo: antecedentes de hipertensión arterial, coma de instalación brusca, generalmente profundo y acompañado de trastornos respiratorios o circulatorios; por supuesto, la mayoría de estos pacientes fallecían. La utilización de imágenes puso de manifiesto la existencia de pacientes con hemorragia cerebral menos extensas o localizadas en sitios más “silentes”, los cuales no cursaban con contextos clínicos tan dramáticos como el antes mencionado y en quienes la probabilidad de fallecimiento es menor. Cabe suponer que muchos de estos pacientes, antes de la introducción de la tomografía, eran diagnosticados como portadores de enfermedad cerebrovascular isquémica. Por tanto, la n de casos con hemorragia cerebral aumentó, a expensas de no fallecidos (egresados vivos); la letalidad, entonces, disminuyó.
Sin lugar a dudas, el estudio por imágenes del sistema nervioso central nos ha ayudado a comprender mejor la clínica de la enfermedad cerebrovascular, de la misma manera que nos ha ayudado también a comprender la clínica de los tumores cerebrales, muchas veces confundidos inicialmente con un ataque transitorio de isquemia cerebral o con un infarto cerebral.
Y es que la clínica, considerada tradicionalmente como un área del conocimiento médico bastante estable, también cambia. Síntomas y signos (o características semiográficas vinculadas a ellos) antaño muy representativos de algunas enfermedades, hoy son poco frecuentes, si bien pueden aparecer en algún que otro caso. Signos que aún llevan el nombre o el apellido de eminentes médicos que los describieron, pero que hoy en día es difícil de encontrar en la práctica. El desarrollo tecnológico y la accesibilidad a los servicios de salud han conllevado a que los diagnósticos sean más tempranos, lo que combinado con las intervenciones terapéuticas ha impedido la expresión de muchas enfermedades a través de manifestaciones clásicas pero tardías en la evolución de los procesos patológicos. Ello explica por qué en la actualidad no se espera por lesiones de Janeway o hemorragias en astilla clavada en un paciente “manipulado” y con fiebre inexplicable para indicar pruebas en busca de endocarditis infecciosa; o que se indiquen hemocultivos para fiebre tifoidea en pacientes sólo aquejados de fiebre y con elementos epidemiológicos sugestivos, independientemente del patrón semiográfico de la fiebre o de la presencia o ausencia de manifestaciones clínicas clásicamente descritas en esta enfermedad (como la disociación pulso-temperatura).
La singularidad de los pacientes tiene otras implicaciones en el tema que nos ocupa. Recordemos que uno de los elementos que conforman la clínica son los síntomas o molestias que refieren los pacientes, o que son percibidas por los familiares o acompañantes. Estas molestias no siempre constituyen verdaderos síntomas por no expresar la existencia de enfermedades y son en realidad, consecuencias de ciertos estados físicos o anímicos, generalmente banales y transitorios, pero también progresivos, en relación por ejemplo con cambios orgánicos como los propios de la edad. Y es que la condición de “síntoma” de estas molestias pasa inevitablemente por la interpretación que tanto el paciente como el médico hagan de las mismas. Las alteraciones del hábito intestinal que tan frecuentemente ocurren en los ancianos constituyen un ejemplo típico de ello, pues pueden ser interpretadas indistintamente como resultado de la edad o como expresión de una tumoración en el colon, determinando cada interpretación caminos diferentes en el accionar médico. De cualquier manera, la diferencia entre la etapa temprana de enfermedades graves y las dolencias menores resulta difícil. (9)
Igualmente, y muy relacionado con la anterior idea, hay que recordar que la significación que las molestias tienen para los pacientes también es muy variable y totalmente individual. Algunos pacientes refieren molestias, que para cualquier otra persona (incluyendo al médico) constituirían señales muy alarmantes, despojados de toda preocupación, sin concederles a estas la natural y esperada importancia. En cambio, otros individuos ante la más mínima desviación de la “normalidad” se sienten verdaderamente enfermos, solicitan asistencia médica y hasta exigen la realización de exámenes complementarios para estar convencidos de que no lo están. Es de sobra conocido cuán difícil resulta asignarle valor a los síntomas referidos por una persona “hipocondriaca”. Y es que, en cada paciente, el asumir o no las molestias como síntomas pasa inexorablemente por el tamiz de su personalidad, (5,8) y como sabemos la personalidad de cada ser humano es única e irrepetible. Esto en gran medida hace a cada enfermo un paciente singular, un paciente también único e irrepetible.
“La personalidad de un paciente, sus temores y ansiedades desempeñan un papel en todas las enfermedades”. (9)
El papel de la personalidad desborda el análisis de esta en el paciente; también hay que considerar este aspecto en otras fuentes de información: acompañantes, familiares, cuidadores, tutores. Muchas veces son estas fuentes quienes magnifican o minimizan los datos clínicos de los enfermos, expresando con ello la relevancia que le conceden a las molestias de estos.
Esta interpretación personal de las quejas o molestias puede ser trasmitida en los mismos sentidos al médico que confecciona la historia clínica del paciente, conduciendo con ello a la subestimación de síntomas en unas ocasiones, y a la sobrestimación de síntomas en otras, con las consiguientes implicaciones que ello entraña en el resto del proceso de atención médica.
Como consecuencia de los elementos antes mencionados hay que añadir el reconocimiento de que un elevado porcentaje de pacientes que solicitan asistencia médica en el nivel primario de salud lo hacen por manifestaciones muy inespecíficas, de difícil interpretación y por tanto, muy difíciles de justificar por alguna enfermedad concreta. (9)
No olvidemos en este punto la elaboración artificial de información clínica, tanto con ánimo de obtener alguna ganancia secundaria (como es el caso de los simuladores) como por ser expresión de un trastorno de la personalidad (como es en los pacientes con síndrome de Munchausen). Hemos conocido de casos, incluso, que para forzar el ingreso de un paciente han desvirtuado la historia clínica al aportar información inexistente. Otros en cambio, habrán mejorado de la noche a la mañana por tal de ser egresados, determinado por otras prioridades personales. Las adolescentes suelen ocultar cierto tipo de información, lo cual en ocasiones retarda el diagnóstico. Y hay familiares de ancianos dementes y madres (o padres) de niños pequeños que “acomodan” la información clínica en función también de otros intereses personales. En este sentido, las personas recluidas en centros penitenciarios constituyen una población proclive a aportar información no exacta, exigiendo del médico una gran sagacidad y maestría.
Pero la información clínica puede estar desvirtuada sin existir intencionalidad en los que la aportan; hay que recordar en este punto, los llamados sesgos de recuerdo. Este sesgo se da en aquellas personas sometidas a sucesos generalmente traumáticos (en el plano psicológico), y que suelen recordar eventos del pasado realmente frecuentes e insignificantes que usualmente no son recordados con facilidad y con los cuales se establecen relaciones de causa-efecto que insisten en trasmitir al médico. A veces un dato de utilidad aparece después del diagnóstico: clásicamente el antecedente de trauma craneal cuando ya la tomografía de cráneo ha puesto de manifiesto el hematoma subdural. También hay que señalar las asociaciones causales erradas, cuando el paciente ofrece sus propias explicaciones a sus molestias a partir de relaciones causa-efecto aparentemente lógicas, pero no reales, aportando a la información lo que se conoce como “ruidos”. A veces la diversidad de fuentes de información condiciona a la confusión: unos familiares dicen una cosa, otros dicen otra; la incongruencia de la información es la resultante.
Otra fuente de desvirtuación del contexto clínico de un paciente son las propias intervenciones médicas sobre ellos: la realización de procederes diagnósticos complementarios, las intervenciones quirúrgicas, el empleo de equipos de ventilación, la colocación de dispositivos, la utilización de fármacos. Hemos discutido casos en los cuales ha sido muy difícil discernir si nuevos síntomas aparecidos en el paciente han sido parte del curso natural de la enfermedad original o si han sido inducidos por nuestras propias acciones. No podemos obviar además, que las condiciones en que se obtienen los datos clínicos son determinantes en la calidad de la información. La historia clínica confeccionada en el cuerpo de guardia es un ejemplo típico de ello.
Otros factores relacionados con la singularidad de los pacientes, y que son determinantes en la calidad de la información clínica son el nivel cultural, la voluntad de cooperar y la capacidad de comunicación. Todos estos factores contribuyen a lo que se conoce como “anamnesis confusas”.
La importancia de considerar la singularidad de los pacientes ha sido bien enfatizada por distinguidos profesores como Moreno y Espinosa, (5,10) quienes reconocen la existencia de grupos “especiales” de pacientes en los cuales la asistencia médica exige abordajes con ciertas particularidades. En el caso que nos ocupa en este artículo -la utilidad de la clínica- es bien sabido que la información proveniente de estos pacientes suele ser imprecisa, vaga, incompleta y, por tanto, poco confiable, fundamentalmente cuando constituyen la única fuente de información, o la más asequible.
Por todas estas razones el estudiante de Medicina debe asumir tempranamente la necesidad de reevaluar de forma permanente la historia clínica del paciente. Esta idea debe ser entendida en dos sentidos. El primero, que los datos clínicos (o al menos los más relevantes) deben ser sometidos a contrastación con el objetivo de minimizar la inexactitud implícita en toda información; la triangulación de fuentes de información constituye un recurso de utilidad incuestionable. El segundo, la necesidad de mantener una actitud abierta a la aparición de nuevos datos clínicos, fundamentalmente aquellos que son más orientadores; necesidad que surge de comprender que la enfermedad no es un proceso estático sino dinámico. En fin, no conformarse con un solo ejercicio de interrogatorio y examen físico; siempre que existan dudas importantes acerca de la historia o el posible diagnóstico hay que efectuar tantos ejercicios como sean necesarios.
Aunque sea un planteamiento difícil de entender, los dilemas o retos aquí expuestos determinan que cierta desconfianza hacia la clínica, una desconfianza sana, mesurada y juiciosa, constituya una actitud sensata del médico en la ejecución del proceso diagnóstico.
III. Importancia de las competencias clínicas individuales.
Hasta aquí hemos mencionado una serie de fenómenos que se dan en el componente clínico del proceso diagnóstico y que son independientes a la persona encargada de llevar a cabo ese proceso.
Y es que la clínica no aflora espontáneamente, al menos en su totalidad o de una manera verdaderamente productiva. Aunque los pacientes son los portadores de esa clínica, como expresión de la enfermedad, es el médico el que tiene como tarea obtenerla, depurarla, precisarla. La conformación del contexto clínico del enfermo exige del desarrollo de habilidades básicas para el médico, relacionadas con el interrogatorio y el examen al paciente; habilidades que requieren para su formación y desarrollo una intensa, variada y permanente ejercitación.
De todos es conocido que la competencia para interrogar es una de las más difíciles de lograr y, aun cuando se ha logrado un alto nivel de desempeño, siempre está sujeta a perfeccionamiento. Un buen interrogatorio puede ser realizado sólo cuando se ha adquirido una determinada experiencia; cuando se posee un amplio conocimiento acerca de las enfermedades y sus manifestaciones clínicas. Su ejecución exige tiempo, condiciones, empatía, voluntad y mucho, mucho arte.
Las competencias del médico para realizar el examen físico al paciente no se circunscriben al cabal dominio de las maniobras y sus procedimientos (semiotecnia). Las probabilidades reales de que un facultativo identifique los signos presentes en el paciente dependen en gran medida de la exposición previa a experiencias en las cuales dichos signos han estado presentes. Hay datos a la exploración física que serán relativamente más fáciles de reconocer dada su elevada frecuencia de presentación, condicionado a su vez por la alta frecuencia de las enfermedades de las cuales son expresión. Las sibilancias y crepitantes pulmonares, los soplos y arritmias cardiacas, el edema, la hepatomegalia, la ictericia y las adenomegalias son sólo algunos ejemplos. En cambio, no pocos estudiantes de Medicina se gradúan sin haber palpado un nódulo de tiroides, escuchado un roce pericárdico o haber observado fasciculaciones musculares o movimientos coreicos. Es por esta razón que el medio hospitalario constituye un escenario muy apropiado para dotar al estudiante (siempre que este sepa aprovecharlo) de múltiples experiencias necesarias, dada la concentración en un relativamente pequeño espacio de pacientes con las más variadas afecciones y portadores de enfermedades con disímiles datos de elevado valor semiológico.
Esta situación ha dado lugar a la aparición de dos fenómenos muy frecuentes en el área del diagnóstico, descritos como “síndromes” por el profesor Fernández Sacasas: la “hipocompetencia clínica” y la “neblina informativa”a. El primero se refiere a la carencia de las habilidades clínicas para recoger los síntomas y signos (datos primarios) en los pacientes; el segundo consiste en no “ver” lo que hay y “ver” lo que no hay. De cualquier manera, estos fenómenos determinan que el médico no logre identificar datos clínicos presentes en el enfermo, o que asuman síntomas y signos inexistentes en el paciente; todo lo cual resulta en una historia clínica desvirtuada.
Dos situaciones de la práctica pueden ser mencionadas en relación con estos fenómenos. No pocas veces hemos visto como la observación de un ligero aumento de la trama broncovascular en una zona determinada del campo pulmonar en la radiografía de tórax ha condicionado a la auscultación de estertores crepitantes en dicha zona… después de haber visto la radiografía. También hemos observado cómo, dada su complejidad diagnóstica, se llevan casos a discusión colectiva y no se parte del punto inicial del proceso: la historia clínica; se someten a análisis las diferentes hipótesis diagnósticas asumiendo los datos clínicos ya obtenidos, dando por sentada la exactitud de estos. Y en ocasiones un nuevo interrogatorio resuelve el problema diagnóstico.
Adicionalmente debemos referirnos al papel del nivel de desarrollo de la personalidad del médico y su sistema de valores. Ellos son determinantes en el empleo consciente y sistemático de las habilidades clínicas más allá de las horas de trabajo, el agotamiento físico o mental, o las características del paciente. Son estos factores los que hacen mínimas o no las diferencias entre interrogar a las 9.00 de la mañana o hacerlo a las 4.00 de la madrugada.
En este aspecto -la personalidad del médico- se debe resaltar un fenómeno que en los últimos años ha afectado la relación médico-paciente y el proceso comunicativo consustancial a ella, y por tanto, está relacionado con la calidad de la historia clínica que se obtiene: las demandas y quejas por mala práctica médica han aumentado considerablemente. Muchos pacientes y no pocas veces los médicos acuden “predispuestos” al contacto asistencial, lo cual condiciona una actitud defensiva del profesional nada favorable para la imprescindible comunicación con el enfermo o sus familiares. Como resultado, información clínica imprecisa y “desconocimiento” del paciente como ser humano.
Con igual resultado, y también relacionado en alguna medida con la personalidad del médico, a juicio de los autores, ocurre un error técnico del acto de interrogatorio que se da fundamentalmente en aquellos médicos de personalidad “dominante” o con un excesivo nivel de seguridad en sus actos. La realización de un interrogatorio basado primordialmente en preguntas dirigidas cuyas respuestas son “si” o “no” (llamadas por Moreno “cerradas y terminales”)(5) detiene el flujo espontáneo de la información. Estos médicos demuestran una pobre aptitud a escuchar las molestias de los pacientes. En grupos particulares de pacientes, como son aquellos de bajo nivel cultural o de instrucción, estas preguntas de “si” o “no” y particularmente el tono en que se realizan tienden a inducir respuestas, en ocasiones, totalmente opuestas a la realidad.
Personalidad aparte, como es de comprender, las habilidades clínicas señaladas no poseen en los médicos el mismo nivel de desarrollo en las diferentes etapas evolutivas de la profesión. Y ello es determinante en la variabilidad entre los médicos, y entre una etapa profesional y otra para un mismo facultativo, del uso provechoso de la clínica de la cual es portador el paciente, en función del diagnóstico.
No obstante, insistimos en el papel que jugamos los profesores en hacer ver a nuestros estudiantes la tremenda relevancia que tiene el dominio de las herramientas clínicas para llevar a cabo la labor profesional, lo cual debemos realizar no sólo mediante el discurso, sino también mediante la demostración en la práctica cotidiana. Es este el camino para fomentar en ellos la significación (el valor) de estas habilidades; la significación de hacer clínica.
CONSIDERACIONES FINALES
El análisis de las ideas expuestas permite, a manera de generalización, resumir los diferentes factores que, de una forma variable, pueden afectar la calidad de la información clínica e interferir con ello en el proceso diagnóstico. Estos factores son los siguientes:
Factores o variables dependientes fundamentalmente del proceso patológico:
- Diferentes formas clínicas de presentación de las enfermedades.
- Diferentes frecuencia y representatividad de las distintas formas clínicas para sugerir una enfermedad.
- Pobre existencia de signos patognomónicos.
- Variabilidad en la intensidad de los síntomas de un individuo a otro (formas frustres, enfermedades asintomáticas o subclínicas).
- Aparición progresiva de las manifestaciones clínicas según historia natural de la enfermedad.
- Intensidad de las alteraciones orgánicas, extensión de los procesos patológicos y velocidad de ocurrencia de los cambios internos.
- Compleja diferenciación de algunas manifestaciones clínicas entre síntomas reales o cambios fisiológicos.
Factores o variables dependientes fundamentalmente del individuo enfermo o la fuente de información:
- La personalidad.
- Nivel cultural y de instrucción.
- Capacidad de comunicación.
- Voluntad para cooperar.
- Interpretaciones personales de los datos.
- Inexactitud o incongruencia entre las fuentes de información.
- Sesgo de recuerdo.
- Desconocimiento de información necesaria.
- Omisión, desvirtuación o falsificación intencional de la información.
- Simulación de enfermedades y síndrome de Munchausen.
Factores o variables dependientes fundamentalmente de las condiciones en que se recoge la información:
- Rapidez propia de las situaciones de urgencia.
- Insuficiente iluminación.
- Excesivo ruido ambiental.
- Falta de privacidad.
- No disponibilidad de instrumentos o defectos en estos: estetoscopio, esfigmomanómetro, oftalmoscopio, etc.
Factores o variables dependientes fundamentalmente del médico:
- Nivel de desarrollo de las competencias y habilidades clínicas y comunicativas.
- Nivel de desarrollo de la personalidad y sistema de valores.
Son estos factores, entre otros que pudieran existir, los que hemos considerado como causantes de los retos o dilemas de la clínica, y con relación a ellos hemos hecho las siguientes consideraciones generalizadoras.
En primer lugar, la existencia de estos factores constituye un elemento que le confiere evidentes limitaciones a la información clínica como para ser utilizada de una forma categórica o totalmente fiable en la identificación de los procesos patológicos. En la atención a algunos pacientes, desafortunadamente, la incidencia de los factores mencionados determina que la clínica, como cimiento sobre el cual se elabora el diagnóstico y se toman las decisiones terapéuticas, sea engañosa y confundente, por lo que no se puede confiar ciegamente en ella. La práctica de algunos años nos ha enseñado cómo en ocasiones se construyen diagnósticos y se realizan pruebas complementarias u otras intervenciones terapéuticas en el paciente a partir de una historia clínica demasiado inexacta, más allá de la competencia o la voluntad del médico para conformar esa historia clínica.
En segundo lugar, la existencia de “retos o dilemas de la clínica” no demerita en lo más mínimo el valor de la historia clínica en el proceso diagnóstico, como subproceso este del proceso más general: el proceso asistencial, y del cual el método clínico es su método. Ratificamos la idea de que la información clínica es y será la piedra angular sobre la cual se conforma el diagnóstico y, a partir de este, la solución de los problemas identificados; además de ser un elemento determinante en la relación médico-paciente y, consecuentemente, en el estado de satisfacción del paciente y su familia por los servicios recibidos. La mirada crítica a la clínica aquí realizada debe ser comprendida sólo como un intento de complementar la gran importancia y utilidad de la clínica, por una parte, con un análisis más real de la misma como objeto de estudio, por la otra. El conocimiento por el estudiante de Medicina de lo que hemos llamado “retos y dilemas de la clínica” le permitirá hacer un uso más adecuado, más balanceado de la información clínica en función del diagnóstico y, por ende, brindar una asistencia médica de mayor calidad.
Y, en tercer lugar, que el camino para atenuar las consecuencias de los desafíos de la clínica transita necesariamente, no sólo por el conocimiento de los factores mencionados, sino también por el intento de hacer más clínica; tanto como conocimiento científico socializado como en lo referente al perfeccionamiento de las herramientas individuales para ello: las habilidades y el arte para interrogar y examinar; lo cual requiere de una visión de perfeccionamiento continuo de estas habilidades durante toda la vida profesional.
Aunque se ha intentado ser lo más general en el análisis de los dilemas aquí expuestos los lectores que ejercen su práctica asistencial en otras áreas (especialidades) de la Medicina o en otros niveles de atención podrán identificar otras situaciones, o manifestaciones ejemplificantes de ellas, en sus respectivos campos de desempeño; superando la visión limitada del autor propia de ejercer la Medicina Interna en el medio hospitalario.
Como última cuestión, el autor desea llamar la atención de un aspecto que se pone de manifiesto en el desarrollo del artículo.
Desde nuestra concepción teórica del proceso de atención médica y el método mediante el cual este es efectuado: el método clínico, la recogida de la información, la confección de la historia clínica, transcurre en una muy estrecha interrelación con los procesos mentales involucrados en la interpretación de esa historia clínica.
Y es que en la asunción de un dato como síntoma o como signo siempre hay una acción interpretativa que subyace. De igual manera, son las hipótesis clínicas que van emanando en nuestro pensamiento, a partir de los síntomas y signos que se van identificando, los que condicionan en gran medida que otros síntomas van a ser indagados y que otros signos van a ser buscados.
Ambas, recogida e interpretación, son momentos del método indisolublemente unidos. Su separación es artificial, como resultado de nuestra abstracción con el propósito de facilitar su estudio y comprensión. Por ello, analizar dilemas de la clínica a partir sólo de los aspectos relacionados exclusivamente con el proceso de recogida de la información clínica no es un abordaje integral del tema.
Con toda intención se ha dejado el juicio clínico, el tercer componente del diagnóstico clínico junto con el interrogatorio y el examen físico, fuera del análisis de los dilemas de la clínica aquí realizado. Al razonamiento o juicio clínico será dedicado otro artículo.
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aFernández Sacasas J. Enseñanza de la clínica. Conferencia en VII Congreso Nacional de Medicina Interna. La Habana, Noviembre 2002.