PRUEBAS. Hasta hace apenas 50 años, la Medicina ha sido en buena parte pseudociencia. Las pruebas en las que se basaban muchos de los tratamientos con los que se combatían la mayoría de las patologías eran tan sólo anécdotas. Sin fundamento claro que avalara su posible excelencia, las enfermedades se trataban de forma completamente empírica. Afortunadamente, poco a poco ha ido ganando cuerpo el concepto de ensayo clínico controlado, aleatorio y doble ciego como el único método de probar que, detrás de una actuación terapéutica, existe algo de ciencia sólida. Hoy en día no habría que admitir que los médicos recomienden a sus pacientes una terapia si ésta no tiene tras de sí las suficientes pruebas que certifiquen su posible valía. A medida que crezca el número de pacientes que participan en un ensayo clínico aumentarán también las probabilidades de que aquél se beneficie del rigor que casi siempre acompaña a esta metodología. CAMBIO. Los científicos, al profundizar en el conocimiento de las razones íntimas de los males del hombre, están cada vez más convencidos de que los ensayos clínicos que ahora se realizan tienen que plantearse de manera distinta en un futuro. Existen ahora ensayos cuyos objetivos validados son, como mínimo, imprecisos. También hay estudios en los que, si se analizan con rigor sus resultados, se puede comprobar cómo una determinada terapia es muy eficaz en un porcentaje discreto de pacientes mientras que apenas sirve en un número importante de sujetos. Lo que pasa es que cuando se comparan las medias del grupo tratado con el fármaco que se está investigado con las del grupo control, aquéllas son algo más significativas que éstas últimas. Por tanto, es evidente que lo que hay que averiguar a toda costa es a quiénes ayuda realmente un fármaco y en quiénes no sirve para nada. Con el tiempo, la genómica dará una respuesta clara a dudas como ésta. Se avecinan cambios paradigmáticos en la forma de tratar los problemas de salud de los seres humanos. |